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Cuando la diferencia se vuelve diagnóstico

  • Foto del escritor: JUAN CARLOS  REZA BAZAN
    JUAN CARLOS REZA BAZAN
  • 16 oct
  • 2 Min. de lectura
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Etiquetar lo distinto como trastorno puede ofrecer certezas, pero también limita la comprensión. Este texto invita a mirar la salud mental desde otro lugar: donde la diferencia no sea un error que corregir, sino una forma legítima y creativa de habitar el mundo.


Vivimos en una época donde cada forma de pensar, sentir o comportarse parece necesitar un nombre, una categoría, un diagnóstico. La salud mental se ha vuelto un terreno donde lo que se sale de la norma tiende a ser etiquetado, clasificado y, muchas veces, corregido. Pero ¿qué tanto de lo que llamamos “trastorno” responde realmente a una alteración interna, y qué tanto a la incomodidad que provoca la diferencia en una sociedad obsesionada con la normalidad?


A veces pienso que muchos trastornos mentales expresan, más que una falla, una tensión: la de no encajar en los moldes de lo que se considera correcto, funcional o aceptable. Son intentos de poner nombre a lo que se escapa de la medida promedio, a lo que descoloca o desafía las expectativas del entorno.


Sin embargo, cuando esas experiencias se llevan a un proceso terapéutico, algo puede transformarse. Lo que antes era motivo de vergüenza o sufrimiento puede resignificarse como una manera particular de estar en el mundo. La terapia, en este sentido, no busca normalizar, sino ampliar la comprensión: dejar de mirar la diferencia como patología y empezar a verla como expresión.


Tomemos como ejemplo el Trastorno por Déficit de Atención (TDA). Suele describirse como desorganización, falta de enfoque o dificultad para mantener la atención. Pero también puede entenderse como una forma de percepción más abierta, una mente que explora distintas direcciones en busca de sentido. Ser “disperso” no siempre es una limitación; a veces es la manifestación de una mirada amplia, sensible y curiosa ante un mundo complejo.


Claro que la realidad tiene distintas perspectivas, y no todo sufrimiento se resuelve con un cambio de mirada. Pero comprender la singularidad de cada persona —su modo de procesar, de sentir, de adaptarse— permite ir más allá de la etiqueta. Tal vez el verdadero trabajo de la salud mental no sea clasificar las diferencias, sino aprender a convivir con ellas sin necesidad de reducirlas a un diagnóstico.


Quizá el reto no sea sanar para encajar, sino comprender que la diferencia también tiene su forma de equilibrio, su manera de habitar el mundo y de recordarnos que la diversidad —incluso la emocional— es parte esencial de lo humano.


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